MONTENEGRO

Sobre la pintura

En el camino recorrido desde los primeros pasos, siempre influyó en mi la inocencia. Ver por primera vez como de un trozo de madera emergía una línea, su sinuosidad impactaba mi sensibilidad, era un rio a voluntad. Mayor aún la experiencia al saber que representaba algo o alguien, a mí madre, al perro, al gato, las nubes y los árboles. Luego supe que alguien dijo que «la línea es un punto que salió a caminar». El objeto mágico a utilizar en ese niño de 10 años producía imágenes y palabras, que maravilla, sin embargo se asomaba en mi un latente sentimiento de vacío, al saber que lo que me producía profundo placer podía ser visto por alguien externo que no poseía la misma experiencia que me había impulsado a dibujar y escribir. Aún persiste en una extraña neblina ese puente insalvable, junto al poder exquisito de la conquista de una obra.
El dibujo me brindó la posibilidad de comprender la arquitectura de las formas, su secreto equilibrio. Si dibujaba un perro me sentía comprometido con el perro a qué no pareciese un gato, o una ameba, o el vecino de al lado, debía ser el perro incluso con su propio nombre. Al dibujarlo mi mano era guiada por una sospecha: el saber que el perro en algún momento moriría, que era precioso el instante que el me ofrecía, que sus órganos, su piel y sus huesos conformaban un todo, un universo. El compromiso producía en mi un profundo vértigo. Supe que antes que acariciarlo debía observarlo, tratar de comprender que impulsaba a ese maravilloso ser a amarme. Su movimiento diario hacia para mí imposible representarlo, me sentía impotente, dejé con frecuencia los lápices a un lado y optaba por corretearlo por la casa sin tener más a mano que la inocente amistad con el pulgoso amigo de mi infancia.

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